XXI

Mi mente hervía por causa de las innumerables preguntas que allí se agolpaban. Había recobrado parte de mi memoria, ¡ pero no toda, ni siquiera la parte más importante! O quizás es que nunca había sabido la respuesta de aquellas preguntas. Ahora necesitaba conocerla. Había arriesgado mí vida, había puesto mi granito de arena para la consecución del éxito de aquella fantástica operación. ¡Tenía derecho ahora a saber la verdad!

Pero, ¿a quién preguntar? Me veía incapaz de molestar a los hombres sonrientes, pero de rostro rudo que parecían supervisar el embarque de la inmensa carga humana. No me atrevía a molestar a Olafsson; nada más penetrar dentro del ingente navío se enfrascó en un importante trabajo. Y la gente que llegaba después de nosotros —la gente ordinaria, cansada, débil pero maravillosamente feliz del Acre—- no sabría más que yo.

Una vez estuve a bordo, nadie me hizo el menor caso. Era libre para deambular a mi antojo. Caminé, espoleado por el ansia de saber que estaba en una nave tripulada por hombres obediente a la Tierra en vez de a Vorra. Era una de sus naves, claro. Con toda seguridad había sido robada. Cómo se había producido este milagro era otra pregunta que yo deseaba poder formular a alguien. Pero hacer lo que hacen los otros es un juego limpio; pensé en la momia del traje espacial amarillo y esperé que de algún modo, cualquier día, pudiéramos ser capaces de decir a los amigos supervivientes de la momia cómo le habíamos devuelto la pelota a Vorra.

¡Si al menos pudiera encontrar alguien que me lo explicara primero a mí !

Mi errar me llevó hasta otra de las grandes poternas abiertas en el suelo del navío, a través de las cuales la gente del Acre escalaba la libertad. Cuando entré en la escotilla, empujando a los que entraban y que ahora se adentraban en el interior de la nave, vi que había dificultades en una de las escalas pendientes.

Uno de los hombres que supervisaban el trabajo se volvió y me vio mientras se arrodillaba para tender les brazos a algo o alguien que quedaba en el vacío.

—¡Tú! —me dijo—. ¡Tenemos un impedido aquí... échanos una mano!

Me apresuré a adelantarme y me arrodillé a su lado y extendí asimismo los brazos. Casi me caigo de la impresión que me causó ver quien forcejeaba por cruzar el borde de la escotilla... era Ken Lee, el hermano de Marijane, su brazo izquierdo pendía inerte a su costado y de su camisa se desprendía con marcado olor a sangre.

Ni parpadeo, pese a que el dolor de verse izado por la escotilla por sus dos brazos debió haber sido terrible, y yo le serví de apoyo para colocarse a un lado de la escotilla donde los sanitarios tenían instalado su equipo de primeros auxilios. Le estaba quitando la camisa cuando me tocaron en el nombro y me volví para ver quien era, se trataba de Marijane.

-¿Como está? —preguntó.

Ken había cerrado los ojos para resistir mejor el dolor. Los abrió y sonrió a su hermana antes de volverlos a cerrar. Marijane. se situó a su lado para ayudarme en el delicado trabajo de limpiar la herida.

—¿Qué pasó? —preguntó al joven. Ken respondió sin mirar a su hermana.

—Estaba cerca de la última granada que cayó en el Acre. No sé que tal habrá quedado aquello, pero debe reinar el caos, obuses estallando, fragmentos de piedra y roca... ¿quien sabe lo que más? ¡Ahora todo está en calma!

Medio se levantó al sufrir un ramalazo de dolor. Conseguí una cápsula de gas anestesiante de un sanitario que pasaba atendiendo a varios enfermos; hasta que no la rompí bajo las narices de Ken no recapitulé identificando al sanitario como el sonriente hijo de Kramer.

El trabajo de vendar la herida prosiguió.

—Me alegro de que estés a salvo aquí, Gareth —dijo Marijane al cabo de un rato—. Oí a alguien decir que te habían acribillado mientras estabas en la atalaya.

—Trataron de hacer, pero fallaron —repuse.

—Ha debido ser terrible para tí conocer únicamente la mitad de lo que estaba pasando —dijo. Asentí—. ¿Cuánto puedes recordar?

—Mucho menos de lo que creía.

—Por ejemplo, ¿por qué era tan importante la guerra civil?

—Para... bueno, para trastornar las cosas en Qalavarra, supongo.

—Pero no sólo por eso. Para asegurarse de que nadie estaba en situación de dar las órdenes oportunas de que este navío fuera interceptado, claro.

A lo lejos alguien gritó:

—¡Cierren las escotillas! ¡Ascensión!

Y se oyó una serie de portazos metálicos en todo el navío. No notamos nada, claro; la nave poseía su propia gravedad.

Pero sabíamos que estábamos ya en camino.

—De todas maneras, ¿cómo lo robaron? —pregunté.

—Por el cargamento más ingenioso que jamás se envío desde la Tierra disfrazado como mercancía de primera necesidad para los habitantes del Acre.

La mire parpadeando.

—¡Si! ¡ La carga! Esta vez, el cargamento con que esta nave zarpo de la Tierra consistía en un robot programado para arrebatar el control de este navío de las manos de su tripulación vorriana. ¡ Y lo consiguió! Abrió las compuertas mientras se instalaba en órbita en torno a Qalavarra, así se desembarazo de los cadáveres de la tripulación, luego adoptó un rumbo atmosférico que nos lo trajo basta encima del Acre, allí abrió las escotillas y dejó caer las escalas que previamente había instalado; también se deshizo del cargamento que no nos servia a nosotros. El robot lo hizo todo.

—Y los vorrianos nunca llegaron a sospechar —dije. Sentí un escalofrío de admiración ante la magnitud de aquel plan.

—Claro que no, los pobres locos estúpidos —terminó Marijane con el vendaje de manera experta y me indicó que la ayudase a tender a su hermano en el suelo, donde estuviera más confortable.

Obedecí, mirándola fijamente. Dije:

—¡Todos habláis de los vorrianos tratándoles de "pobres locos estúpidos”—estallé—.

Después de lo que ellos nos hicieron a nosotros, después...

Me interrumpí. Ella me miraba asombrada

—¿Quieres decir que...? —dijo—. ¡Pero no es posible que tú... !

—¿El qué? —demandé—. ¿El que no puedo yo?

Sonaron pasos detrás de mí. Oí que Olafsson me llamaba por mi nombre.

—¡ Shaw! Me alegro de verte. Me imagino que tienes cantidades de preguntas que hacer.

—Marijane me estaba proporcionando las respuestas —contesté con aspereza—, Pero la última no me satisfizo.

Se lo expliqué. Le conté lo de la momia ¿el traje espacial amarillo, lo del hechicero, lo de la pretensión vorriana de haber sido ellos quienes construyeran por si mismos aquellas naves. Olafsson me escuchó con una débil sonrisa asomándosele a los labios.

Cuando hube terminado, dijo:

—Oh, sí, sabemos lo de ese culto. Es una sarta de tonterías, claro.

—¿Tonterías? —repetí azorado—. Pero yo vi.., aquella momia con un traje espacial...

—Artificial —dijo lacónico Olafsson—. Mira, tienes razón al decir que para los vorrianos era insufrible admitir que ellos no construyeron por sí mismos sus naves y sus armas. La verdad es que no lo hicieron tampoco. ¡Pero piensa! ¿Cómo, por qué medios concebibles pudieron haberlo robado a los miembros de una civilización superior? ¿Cómo pudo un puñado de bárbaros semifeudales conquistar una flota de espacionaves interestelares con armamento superior incluso al nuestro en la Tierra? ¡No pudieron!

—Lo que significa —terció Marijane con voz clara—, que las naves les fueron “regaladas”.i

—Y el culto que descubriste, con la momia del traje espacial como símbolo, fue inventado por los soldados de Qalavarra como parte de una mitología heroica concerniente a su imaginaria victoria sobre un enemigo inexistente —terminó Olafsson—. Una especie de ficticio honor bélico para que las tropas lo llevaran como estandarte.

—¿Regaladas? —dije al cabo de un rato—. Pero... ¿quién pudo regalarles las naves? —apenas pude identificar mi propia voz.

—Todavía no lo sabemos —repuso Olafsson, serio y autoritario—. Mientras lo averiguamos, en alguna parte de la galaxia hay una raza de seres inteligentes, muy adelantados, muy poderosos y muy, pero que muy crueles. Una raza que puede tratar a los vorrianos como cochinillos de indias en una especie de vasto experimento de laboratorio y a los que no les importa que nosotros los de la Tierra podamos sufrir las consecuencias.

Presumimos que algún día se les ocurrió a esas inteligencias averiguar qué pasaría si a un planeta lleno de bárbaros se les suministrase de repente una flota de naves estelares y de armas adecuadas a dichas naves. La elección del sujeto de su experimento recayó en Vorra. Y probablemente volverán dentro de un siglo o dos para averiguar los resultados. O quizás han perdido ya todo interés, o puede que tengan los datos que necesitan y no hayan querido molestarse en arreglar el caos que dejaron detrás. Y los pobres e inocentes vorrianos, forcejearon para hallar el significado de una situación que no era originada por ellos... demasiado ambiciosos para renunciar a lo que se les había dado, demasiado retrasados para extraer de ello consecuencias ventajosas, demasiado incivilizados para comprender nada. Por eso mostraron tanto interés en nosotros, y trataron de copiarnos aun cuando ello entrañara algo que iba contra el meollo de sus instintos bárbaros naturales. Porque aquí estamos, gentes como ellos mismos —con toda evidencia más iguales a los vorrianos que a los constructores de estas naves— y que hemos inventado solos naves espaciales, que casi les derrotamos en la batalla y que pese a cómo trataron de desintegrarnos, siempre volvíamos a subir. Pero habría costado demasiado tiempo el esperar a que ellos admitiesen que deseaban recibir lecciones nuestras. Por que, mira, los constructores de estas naves podrían haber vuelto antes. Dudamos que esto se produzca antes de un siglo a contar desde ahora. Cuando vuelvan, sin embargo, queremos ser capaces de demostrarles lo que pensamos de ellos. Deseamos hablarles en términos que comprendan. Por eso volvemos a la Tierra. Llevará tiempo limpiar los residuos dejados por los vorrianos, pero para cuando aterricemos espero que los hayan reducido a bolsas aisladas de resistencia. No recibirán de su patria ninguna clase de ayuda coordinada... no hasta que acabe la guerra civil y eso llevará meses, puede que años. Y desde que nos ocuparon, hemos aprendido cuantas triquiñuelas sabían ellos y otras muchas de nuestra propia invención. ¿Sabes algo acerca da la historia terrestre?

La súbita pregunta me pilló por sorpresa. Estaba allí de pie, con los ojos cerrados, escuchando —notando cómo los hechos casaban en los agujeros de mi mente que los esperaban, dándome cuenta de que mi memoria se recuperaba por entero a medida que reaprendía las verdades que tuve que esconder con la ayuda de los comprimidos de olvido para que no las descubriesen los vorrianos— y escondido en mí mismo. La sensación era maravillosa.

Balbucí una respuesta.

—¡Claro que si! Pero, ¿qué pasaje en particular?

—Una vez los mongoles invadieron y conquistaron China, una horda de bárbaros arrolló a una grande y antigua civilización. Como símbolo de servidumbre, los bárbaros impusieron a los chinos la obligación de llevar una larga trenza. Al cabo de doscientos años los más altos mandarines del país lucieron con orgullo aquellas trenzas vejatorias. Es un modo lento de ganar una guerra. Pero es el único modo de ganar la guerra de manera permanente y estable y, lo bueno de eso, es que es la clase de guerra en la que el lado mejor termina venciendo.

Alguien vino en busca de Olafsson y se lo llevó para que atendiese algún problema originado entre los refugiados. Cuando se hubo ido, permanecí en silencio largo rato, pensando en los constructores de las naves —la gente (¿gente?) de allá fuera de la galaxia cuya vasta y fría inteligencia nos consideraban como meros animales.

Eran evidentemente ricos más allá de toda imaginación posible puesto que podían regalar con facilidad una flota que ni siquiera toda la industria de la Tierra podría construir jamás. Eran evidentemente poderosos ya que podían permitirse el lujo de utilizar planetas como mesas de laboratorio para sus experimentos. ¿Cómo podíamos esperar competir con ellos, ni aún dentro de cien años? ¿Acaso no les iba a ser posible barrernos por completo en un gesto de disgusto por haber desviado los cauces de su experimento?

Claro que no. Un experimento se realiza por el azar de obtener sus resultados, cualesquiera que éstos puedan ser. Si uno no quiere ver los resultados, es mejor no experimentar en absoluto. Me acordé de una historia muy vieja en verdad, sobre un psicólogo que colocaba a un mono en una habitación cerrada y al cabo de un tiempo atisbaba por el ojo de la cerradura para ver lo que había conseguido hacer el simio.

Y que desde el otro lado del ojo de la cerradura vio que el mono le estaba mirando.

Sin darme cuenta me puse a reír.

—¡Hola, aquí me tienes mirándote! —dije en voz alta y como dirigiéndome al espacio.

—¿Qué? —preguntó Marijane, con la cabeza ladeada y mirándome interrogativa. En sus labios se dibujaba una sonrisita.

—Nada —respondí—. Estaba pensando. Digamos que tengo una idea. Vamos a dar un vistazo por la nave. Después de todo, es el primer navío interestelar de la Tierra en su viaje inaugural y eso es toda una ocasión memorable.

Se echó a reír y se volvió para caminar a mi lado. La cogí de la mano.

 

 

 

F I N